por Aythami
Seis días, según el Génesis, tardó Dios en hacer el mundo; los mismos que tarda Béla Tarr en deshacerlo. Si el texto bíblico narra simbólicamente el paso de las tinieblas a la luz, la última película de Tarr es una alegoría, desarrollada en el mismo lapso de tiempo, sobre el trayecto inverso, de la luz a las tinieblas, que el mundo parece empeñado en recorrer.
Si finalmente cumple su palabra, Béla Tarr colgará la cámara definitivamente. Su haters brindarán su retirada con pálinka. Los que amábamos su cinelloraremos cual niño de cinco años nos entristeceremos de manera cuantiosa. Deja un legado importante, coronándose, no a gusto de todos, como uno de los cineastas más trascendentales de la historia moderna.
El director húngaro reconoció que con sus primeras películas pretendía cambiar el mundo. Concienciar al populacho del monstruo vil que es el ser humano. Tarr lo ha dicho con incontestable claridad: «No quiero contar historias; quiero mostrar el fondo de la naturaleza humana». Y ya lo dejó claro en Armonías de Werckmeister, con una magistral metáfora sobre el caos y la violencia, impuesto por el colectivo en busca de su libertad. Y es que en esa película guarda también un parecida con lo kafkiano, puesto que en la ciudad sucede algo, pero no se sabe el «qué».
«Llegó el otoño; llegó la muerte...» dijo Manolo Chinato en uno de sus poemas que describe muy bien la recta final de Béla Tarr. Maduró, el cambio no puede proclamarse, la decadencia se cierne en sus carnes. Y es eso lo que quiere contar en El caballo de Turín. Una sola casa, dos personas. Padre e hija. La hija obedece a todo lo que dice el padre. Alegoría de la juventud sometida y domesticada por la severidad estoica, reduciendo a la «nada» el valor humano. Y en el establo, un caballo, el caballo de Nietzsche, el caballo que representa la llama, la vida, que se va apagando poco a poco...
Treinta escasos planos secuencias, una localización cerrada pero caótica, una sola melodía durante toda la película (a cargo de Mihály Vig, un fijo en las labores de composición de las películas del húngaro), y una perfectísima fotografía de Fred Kelemen (también repite, ya trabajó con Tarr en El hombre de Londres) jugando con las luces y las sombras, y los encuadres estremecedores.
«Nadie recuerda aquel primer día. ¿Cómo pudo escabullirse tan rápido?».
Seis días, según el Génesis, tardó Dios en hacer el mundo; los mismos que tarda Béla Tarr en deshacerlo. Si el texto bíblico narra simbólicamente el paso de las tinieblas a la luz, la última película de Tarr es una alegoría, desarrollada en el mismo lapso de tiempo, sobre el trayecto inverso, de la luz a las tinieblas, que el mundo parece empeñado en recorrer.
Si finalmente cumple su palabra, Béla Tarr colgará la cámara definitivamente. Su haters brindarán su retirada con pálinka. Los que amábamos su cine
El director húngaro reconoció que con sus primeras películas pretendía cambiar el mundo. Concienciar al populacho del monstruo vil que es el ser humano. Tarr lo ha dicho con incontestable claridad: «No quiero contar historias; quiero mostrar el fondo de la naturaleza humana». Y ya lo dejó claro en Armonías de Werckmeister, con una magistral metáfora sobre el caos y la violencia, impuesto por el colectivo en busca de su libertad. Y es que en esa película guarda también un parecida con lo kafkiano, puesto que en la ciudad sucede algo, pero no se sabe el «qué».
«Llegó el otoño; llegó la muerte...» dijo Manolo Chinato en uno de sus poemas que describe muy bien la recta final de Béla Tarr. Maduró, el cambio no puede proclamarse, la decadencia se cierne en sus carnes. Y es eso lo que quiere contar en El caballo de Turín. Una sola casa, dos personas. Padre e hija. La hija obedece a todo lo que dice el padre. Alegoría de la juventud sometida y domesticada por la severidad estoica, reduciendo a la «nada» el valor humano. Y en el establo, un caballo, el caballo de Nietzsche, el caballo que representa la llama, la vida, que se va apagando poco a poco...
Treinta escasos planos secuencias, una localización cerrada pero caótica, una sola melodía durante toda la película (a cargo de Mihály Vig, un fijo en las labores de composición de las películas del húngaro), y una perfectísima fotografía de Fred Kelemen (también repite, ya trabajó con Tarr en El hombre de Londres) jugando con las luces y las sombras, y los encuadres estremecedores.
«Nadie recuerda aquel primer día. ¿Cómo pudo escabullirse tan rápido?».
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